¿Qué es el castigo?
El castigo ha sido una de las herramientas más utilizadas para modificar el comportamiento de los niños a lo largo de la historia. Su uso trae como consecuencia que se reduzca la posibilidad de que el/la menor repita el comportamiento inadecuado. Existen diferentes tipos de castigo que se basan en retirar algún estímulo que resulte agradable para el/la menor (por ejemplo, no dejarle ver la televisión durante un rato) o aplicar un estímulo aversivo (por ejemplo, un cachete o una reprimenda verbal) cuando lleva a cabo un comportamiento desadaptativo o inadecuado.
En los últimos años, el uso de esta herramienta, especialmente cuando se utiliza aplicando consecuencias aversivas para el/la niño/a, ha sido objeto de debate dentro de la psicología general infantil, especialmente en el área de crianza, ya que son muchos los estudios que demuestran que los efectos secundarios que genera pueden superar en gran medida a las ventajas que obtenemos de aplicarlo. En este artículo vamos a revisar dichos efectos secundarios, por qué se sigue utilizando tanto y algunas alternativas para educar a nuestros hijos/as.
Efectos secundarios del castigo
Como se ha comentado en el apartado anterior, mediante el castigo podemos conseguir que el/la menor deje de hacer eso que no nos gusta o que no queremos que haga, pero a la vez, estaremos generando unos efectos secundarios negativos tanto sobre el/la menor como sobre nosotros mismos.
El castigo no suele generar comprensión
No invita a razonar el porqué de lo que hace o no hace, sino que genera que el/la menor deje de hacer lo que estaba haciendo o no lo repita en el futuro, por miedo a las represalias, más que por entender realmente por qué no debería hacerlo. No es infrecuente en estos casos que, cuando le preguntamos a un niño por qué no debe pegar a un compañero, nos responda con “si lo hago, el profesor y mis papás me regañarán”.
Genera respuestas emocionales negativas
En el caso de los niños: estas reacciones pueden ir desde miedo, tristeza, ira, vergüenza, culpa, inseguridad, humillación, resentimiento, etc. Tiene sentido que se generen estas emociones ya que están en una posición de desigualdad en la que no se pueden defender y muchas veces no entienden por qué están recibiendo ese castigo. En gran parte, no lo entienden porque muchas veces no se les explica (todos hemos escuchado alguna vez por parte de un adulto la típica frase “¡porqué lo digo yo, y punto!).
En el caso de los adultos, se pueden generar emociones también de rabia o frustración al ver por ejemplo que el niño no reacciona como nosotros querríamos, de tristeza al observar como se aleja de nosotros porque nos tiene miedo, o de culpabilidad o vergüenza al darnos cuenta de que hemos actuado de forma injusta y hemos descargado nuestra tensión sobre el pequeño.
Dificulta el aprendizaje adaptativo
Estas emociones dificultarán que se dé un aprendizaje adaptativo, ya que el/la menor aprenderá a actuar solo para evitar las represalias (por ejemplo, mintiendo, no saliendo a la pizarra por miedo a equivocarse, alejándose de sus padres, etc.). De esta forma, el/la menor puede acabar evitando muchas situaciones o personas (como el colegio o sus padres) por miedo a ser castigado/a, con las consiguientes consecuencias negativas que eso le puede ocasionar.
El/la menor también puede aprender que es adaptativo volverse agresivo/a porque es lo que les funciona a sus padres (no olvidemos que los padres o cuidadores son el principal modelo para sus hijos), por lo que puede ocurrir que aprenda a aplicarlo en su día a día habitual y en su futuro. También puede ocurrir todo lo contrario y que aprenda que la única forma de proceder en situaciones en las que alguien comete una injusticia hacia mí, es no hacer nada porque no tengo el poder de cambiar nada ni de defenderme. En el caso de los padres, al ver que el castigo “funciona”, porque el niño deja de hacer lo que no queremos que haga, podemos caer en el círculo vicioso de seguir utilizando esta estrategia sin tener en cuenta los efectos colaterales.
Deterioro en el autoestima del niño
Todo ello puede causar un deterioro en la autoestima de los niños y una gran inseguridad, ya que habrán aprendido que muchas de las cosas que hacen están “mal” y/o que es necesario asegurarse de que lo que hacen está “bien”, para así evitar las consecuencias aversivas.
¿Por qué se utiliza tanto el castigo?
Esta es la gran pregunta, teniendo en cuenta los efectos secundarios que genera y que sea éticamente reprobable en muchos casos. Alguno de los motivos de su uso extendido son los siguientes:
Por inercia social y cultural
Estamos tan acostumbrados a ello (de cada vez menos, por suerte) que muchos padres no se plantean otra forma de educar a sus hijos, probablemente porque tampoco han visto otras formas de hacerlo cuando eran pequeños.
Es más “fácil” castigar que educar
Castigar suele llevar menos tiempo ya que los efectos son más inmediatos. Por ejemplo, un padre ve que su hijo pega a su hermana y le pega un cachete. Directamente el niño deja de pegar a su hermana. Es un método rápido, inmediato y a corto plazo, parece que eficaz, pero a largo plazo ya hemos visto las consecuencias negativas que puede ocasionar ese castigo. Educar en cambio, conlleva más tiempo porque tenemos que pararnos a explicarle al niño por qué no está bien que pegue a su hermana y tenemos que manejar las posibles reacciones emocionales que vaya a tener el niño, como rabietas, llantos o que vuelva a intentar pegar a su hermana. En definitiva, necesitaremos más paciencia y tiempo, lo cual hace que sea más probable que algunos padres opten por la vía “rápida”.
El hecho de que el comportamiento que queremos eliminar se reduzca, hace que sea más probable que volvamos a utilizar este método en el futuro, ya que nosotros también obtenemos algo cuando lo aplicamos (se elimina ese comportamiento que nos genera malestar y eso es muy reforzante). Por ejemplo, imaginemos un padre que está en el supermercado con su hija y la niña se pone a llorar escandalosamente porque quiere un caramelo. El padre, al sentir vergüenza porque mucha gente les está mirando, le dice que como no deje de llorar, cuando lleguen a casa se va a enterar. Acto seguido, la niña deja de llorar, lo cual es un alivio para el padre porque ya no se siente tan incómodo y avergonzado. Esto hará que la próxima vez sea más probable que vuelva a utilizar esa estrategia.
¿De qué depende que el castigo sea eficaz o positivo?
En el caso de que se castigue al/la menor, se tienen que tener en cuenta algunos aspectos para que el castigo sea eficaz.
- La intensidad del estímulo aversivo. Para que sea útil, la intensidad tiene que ser elevada, pero sin pasarse porque si no, los efectos secundarios sobrepasarán a las ventajas, y si la intensidad es demasiado baja, corremos el riesgo de que el niño se habitúe al castigo y deje de responder a él.
- La aplicación del castigo debe ser consistente y aplicarse siempre que se de la conducta que queremos eliminar. Si a veces lo aplicamos, y a veces no, el/la niño/a se dará cuenta y puede que “se la juegue” para ver si en esa ocasión no hay represalias.
- Es importante que el castigo se aplique justo después de que se haya realizado el comportamiento inadecuado, para que sea más eficaz. Eso a veces no es posible y disminuirá el efecto del castigo.
A pesar de que, en algunas ocasiones el castigo pueda funcionar, debemos tener en cuenta que es una estrategia que no educa en valores, sino que dejan de actuar inadecuadamente por miedo a las reprimendas, deteriora el vínculo entre los niños y los padres, genera emociones muy negativas y enseña estilos de resolución de problemas evitativos, conformistas o agresivos. En definitiva, las desventajas del castigo son tan grandes e importantes y las condiciones para que sea eficaz son tan restrictivas, que se debería reducir el uso del castigo solo en aquellos casos extremos, como cuando la integridad física de alguien esté comprometida.
¿Qué podemos hacer?
Entonces, si no castigamos, ¿qué podemos hacer para que nuestros hijos nos hagan caso? La respuesta es muy amplia, pero aquí van algunos consejos que pueden serte de utilidad:
- No centrarnos únicamente en eliminar sus comportamientos inadecuados, sino en potenciar los adecuados (por ejemplo, elogiándole cuando está jugando respetuosamente con su hermana).
- Explicarle claramente y con cariño cuáles son las consecuencias de sus actos.
- Ayudarle a identificar y regular sus emociones.
- Dejar que experimenten por sí mismos las consecuencias de su comportamiento (cuando no sean situaciones en las que ellos u otras personas estén en peligro).
Para más información en este sentido, puedes consultar nuestro blog sobre “Qué hacer cuando mi hijo/a se porta mal”. Sabemos que educar a los hijos no es una tarea fácil. Por ello, no dudes en ponerte en contacto con nosotras si crees que te podemos ayudar.
Aina Fiol Veny Psicóloga Col. Nº B-02615